La tarde resbalaba por las paredes de la habitación dejando un rastro de ligeros destellos dorados que ofrecían a la estancia un aire mágico, etéreo. Mi piel ya bronceada se estremecía al contacto de la ligera brisa que entraba por la ventana agitando delicadamente los visillos de algodón. La humedad empapaba las esquinas y se pegaba a mi cuerpo otorgándole un aspecto sintético, artificial.
Junto a mí tu cuerpo. La sinuosa curva de tu espalda me sonreía recordando lo vivido apenas unas horas antes. Y tus manos ahora quietas parecían haber olvidado los dibujos trazados en mi piel.
Lentamente como si notaras mi mirada sobre tu espalda, te giraste mostrándome tu torso terso y esculpido. En tus ojos color arena asomaba una pregunta que yo quise ignorar, y entendí que o me marchaba en ese mismo instante, o quizás, luego, sería demasiado tarde. Y quise levantarme, pero te abalanzaste sobre mí como una pantera sobre su presa.
Nos revolcamos como fieras sobre la cama a la que me ataste con las mismas sabanas. Te vi sobre mí, tus músculos tensos, brillantes, tus pupilas atravesando las mías, tus labios con una sonrisa provocadora que fue mi verdugo. No sé el tiempo que transcurrió, pero cuando nos abandonamos al agotamiento, la oscuridad nos cubría.
En aquella noche de liquidas pasiones, tu sudor se mezcló con el mío y mi piel lo absorbió, y en los atardeceres cálidos cuando el relente humedece mi piel, tu aroma asoma tímidamente por cada uno de mis poros, recordándome aquella pregunta que no quise contestar a tus ojos de arena.