AQUELLOS SILENCIOS QUE MI ALMA HA GUARDADO DURANTE TANTOS AÑOS,AHORA HABLAN EN ESTE RINCÓN PERDIDO, EN EL QUE SE ENTREMEZCLAN LOS ECOS DE LO REAL Y LO IMAGINARIO, QUE LLEGAN, DESDE LO MÁS PROFUNDO DE MIS ADENTROS.

Tú acomódate, desnuda tu cuerpo y tu alma, embriágate del aroma a sándalo… y sueña.

miércoles, 23 de enero de 2008

El desván




Cuando yo era una niña, solíamos pasar los veranos en casa de mi abuela. Ella vivía en una antigua casa de Santa Pola, un pueblecito a 17 Km. de Alicante, en la calle José Alejo Bonmatí para ser exactos. Era una casa grande, un caserón cuya puerta de entrada de madera maciza, tenía un palmo de grosor.
Cuando entrabas en ella, era como retroceder en el tiempo. Candelabros, espejos abombados y calderos de cobre, convivían con hermosos suelos de cerámica y techos adornados con imponentes rosetones. Había dos estancias que me gustaban especialmente, la cocina, con el hogar siempre encendido y su gran puerta de arcada con salida al jardín, y el desván. A mis tres hermanos este último nunca les gustó. La mayor decía que ahí sólo encontraría fantasmas, mi hermano que todo eran trastos viejos, y la mediana que le daba asco tanto polvo. Así que yo siempre subía sola. Creo que allí empezó mi afición por la restauración, disfrutaba limpiando y adecentando algunas de las piezas que dormitaban entre las telarañas.
En los días claros, el sol entraba por una bonita buhardilla desde la que se veía el mar, y en los días grises me alumbraba con un viejo candil bastante oxidado. Siempre había algo nuevo por descubrir, desde un pequeño portarretratos con alguna foto en blanco y negro, hasta antiguos libros de hojas amarillentas. Yo siempre decía que si todo aquello no lo quería nadie, sería para mí, aunque al final sólo conseguí algún que otro libro, que lógicamente conservo como oro en paño, y alguna cosa más.
Un día rebuscando en un gran baúl de cuero, encontré una caja de madera, en cuya tapa había tallada una flor de lis, tenía una cerradura de la que no encontré la llave, y que intente abrir con un gancho como ya había hecho con otras, pero me fue imposible. Cogí la caja y bajé a enseñársela a mi abuela para ver que me podía explicar sobre ella, pero no hubo suerte, según me dijo nunca antes la había visto, así que no tenía ni idea de que podría llevar dentro. Le pedí permiso para forzarla y ella me lo dio, así que volví al desván y me puse manos a la obra. Lo intente haciendo palanca con un destornillador, quise saltar la cerradura con un escarpelo y un martillo, pero no hubo forma, tenía miedo de dañar la madera, así que la volví a guardar en el baúl de cuero, y me olvide de ella.
Años más tarde, cuando estaba estudiando arquitectura, decidí pasar unos días en casa de mi abuela para preparar los exámenes finales. Yo estudiaba en una acogedora estancia de grandes ventanales, desde los que contemplaba los rosales de los que tanto se enorgullecía mi abuela, y me permitía el lujo de utilizar un precioso secreter del siglo XVIII, en el que disfrutaba guardando notitas en sus escondidos y disimulados cajoncitos.
Una tarde gris de tormenta nos quedamos sin luz, así que mi abuela y yo tuvimos que encender todos los candelabros, quinqués, candiles y lámparas de aceite que había en la casa. Como iba bastante adelantada en mis estudios y el apagón había roto mi concentración, decidí recuperar antiguas notas rebuscando en los cajoncitos del secreter, y al abrir uno de ellos hallé una pequeña llave de plata en cuya empuñadura había grabada una flor de lis. El corazón me dio un vuelco, puesto que ese mismo cajón lo había abierto un millón de veces, y nunca había visto esa llave. La cogí, y me dirigí al salón donde mi abuela conversaba animadamente con dos amigas, mientras degustaban un tazón de chocolate caliente y melindres.
-Abuela ¿has guardado tú esta llave en el secreter? (le pregunté)
Ella se colocó bien las gafas para poder observarla, y pensativa me contesto:
-No hija no, aunque es francamente bonita.
Y continuó hablando con sus amigas.
Cogí el delicado quinqué de cristal tallado que descansaba sobre el buró, y emprendí mi camino sabiendo lo que iba a buscar.
Al entrar en el desván, pensé que por suerte aunque la luz no había vuelto, la tormenta sí que había remitido, porque sino aquello iba a parecer la típica escena de una película de terror, que aunque no me considero una persona miedosa, he de reconocer, que aquella situación me puso un poco nerviosa.
Dirigí mis pasos al baúl de cuero, lo abrí, y comencé a rebuscar en su interior, en seguida di con ella, la cogí y permanecí unos segundos observándola maravillada, la luz del quinqué resaltaba los brillos de la madera bien lustrada. Introduje la llave en la cerradura y casi podría asegurar que giró sola, en ese mismo instante, un agradable aroma a ámbar perfumó la estancia. Levante poco a poco la tapa, como con temor a romper algo, y frente a mis ojos apareció un precioso anillo de oro rojo, en el que lucían engarzadas tres piedras de ámbar, una negra, una naranja y una roja. Me probé el anillo en el dedo anular, y comprobé que me iba perfecto. No sé cuanto tiempo pase observándolo, pero cuando me levante del suelo ya había anochecido.
Las amigas de mi abuela ya se habían marchado, y ella preparaba un gazpachuelo para la cena.
- Abuela, mira que he encontrado
Le dije enseñándole la mano en la que lucía el anillo. Ella mirándolo con cara de asombro exclamo:
- ¡Oh! ¡Dios mío!
- ¿Qué pasa abuela? (Le pregunté asustada)
Ella se sentó en una de las sillas que rodeaban la gran mesa de cocina, y con voz ronca y semblante triste, empezó a relatar:
- Tu abuelo antes de conocerme, se casó con una joven muchacha. Al poco de casados, ella se quedó embarazada, y tras un complicado embarazo, nació un precioso niño de ojos azules…, tu padre. A los veinte días de dar a luz, la muchacha desapareció dejando una nota en la que explicaba que no se sentía capaz de criar a un bebe, y que ni tan siquiera estaba segura de estar enamorada de su marido.
Yo conocí a tu abuelo tres meses después de la tragedia, estaba sólo y triste, a cargo de un recién nacido al que no sabia muy bien como cuidar.
Me enamoré enseguida de él, y creo que él de mí también. Movimos todo lo necesario para podernos casar y hacer que el niño constara como hijo mío. Que es como lo he considerado siempre… hemos sido muy felices los tres juntos. Y ése (dijo señalando mi mano), fue el anillo de prometida que le regaló tu abuelo, a tu abuela.
- Abuela, tú eres, has sido, y serás, siempre mi abuela. Pero no sé porque no me lo habéis contado antes, o es que ¿ni siquiera mi padre lo sabe?
- Sí, tu padre sí lo sabe, se lo explicamos tu abuelo y yo. De hecho fue él, el que decidió que nadie más debía saberlo. Así que ni tu madre, ni tus hermanos saben nada, y ahora te toca a ti guardar el secreto.
Me quité el anillo y cuando me levanté para ir a guardarlo en su sitio, oí a mi abuela decir:
- Creo que deberías quedártelo, pero eso sí, que no lo vea tu padre, dijo que nos deshiciéramos de él.
Así lo he hecho a lo largo de todos estos años, y siempre me he preguntado, si mi abuela sabía lo que había dentro de la caja, y si fue ella la que puso la llave en el secreter… hay secretos en la vida, que uno no quiere llevarse consigo.
Nunca he sabido muy bien que hacer con la preciosa joya, pero ahora que soy madre adoptiva de una lindísima niña, que curiosamente tiene el mismo nombre que el que está grabado en el interior del anillo, he decidido guardárselo, ya que como no creo en las casualidades, y sí en el porqué de las cosas, estoy segura que hace ya muchos años, lo compró su bisabuelo para ella.

lunes, 21 de enero de 2008

Para todos los vanidosos


¡Cuánto tiempo! Desde el año pasado que no vengo por aquí, he estado un poco ocupada con las fiestas y esas cosas ya sabéis, y además he encontrado un sitio en el que me gusta perderme, se llama Carpe Diem, os invito a que lo visitéis, seguro os gustara, allí me encontrareis, con otro nombre, pero enseguida me reconoceréis.
Bueno feliz año, y que el 2008 cumpla vuestro deseos.