La brisa acariciaba el tiempo que sometía mi pensamiento. Tu cuerpo intangible llenaba mis sesos de mil sensaciones pasionales, obscenas.
Como siempre, sólo eras un sueño, cálido, húmedo, un sueño profundo, tanto, que el aroma de tu piel impregnaba mis manos.
En el ambiente flotaba tu nombre, prohibido, imposible de pronunciar. Reflejado en mis pupilas, el movimiento de tus caderas, lento, suave. Y tú, dentro de mí, muy dentro, llenándome de ese deseo irracional que me provoca imaginarte enredado en mi cuerpo.
En tus ojos brillos de ausencia, esa que se clava en mi corazón solitario, ese corazón helado por el paso del tiempo, que de no tenerte se quiebra. Sólo veía la curva perfecta de tu espalda que se mostraba de terciopelo bajo la yema de mis dedos. Huías entre las sombras de mi somnolencia, dejándote encontrar en algún momento, para saciar mis ganas febriles de ti.
Al alcanzarte mis manos se volvían de arena, arena tostada por el sol, que recorrían tu cuerpo masculino que latía y estremecía entre mis piernas. Tu rostro pincelado de deseo me provocaba lascivia infinita que recorría mi cuerpo como un escalofrío insoportable, imposible de resistir.
Y mi cuerpo convulso se abría ante ti, abarcando todo el deseo que tiene cabida en este mundo.
He de confesarte, que eres mi más puro deseo.