A veces me miro en el espejo, y no reconozco a la persona que me mira a los ojos, es una sensación extraña, desagradable, e incluso a veces es tan fuerte que me dan ganas de llorar. Es una tristeza amarga, como de añoranza o desilusión, porque si consigo centrar mi mirada única y exclusivamente en mi mirada, me doy cuenta que quien está ahí frente al espejo, es aquella niña con la cabeza llena de sueños, una niña con ganas de saltar al vacío y aprender a volar. Una niña que imaginó las cosas de otra manera, en una vida donde todo salía bien, donde no habían problemas, ni sufrimiento, ni mentiras, ni desamores. Una niña que se imaginó invencible, ganadora de toda lucha, sin lágrimas que derramar, ni perdones que pedir. Y ahora, ante una imagen muy distinta a esa niña, descubro que nada ha sido como imaginé, y que esa niña anda perdida en un bosque de incertidumbre donde la abandoné, y allí seguirá eternamente, preguntándose si el camino no existió, o por el contrario, fue ella quien no lo supo encontrar.
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