AQUELLOS SILENCIOS QUE MI ALMA HA GUARDADO DURANTE TANTOS AÑOS,AHORA HABLAN EN ESTE RINCÓN PERDIDO, EN EL QUE SE ENTREMEZCLAN LOS ECOS DE LO REAL Y LO IMAGINARIO, QUE LLEGAN, DESDE LO MÁS PROFUNDO DE MIS ADENTROS.

Tú acomódate, desnuda tu cuerpo y tu alma, embriágate del aroma a sándalo… y sueña.

sábado, 4 de julio de 2009

Si te pienso


No recuerdo exactamente el momento en que tu imagen pasó a formar parte de mi campo visual. Lo que sí sé, es que no llamaste mi atención de forma especial, es más, puedo afirmar con toda seguridad, aun después del tiempo transcurrido, que pasaste absolutamente desapercibido ante mis ojos.
Fue Nacha, la que como siempre, hizo que pusiera mi atención en lo que ella calificó como “ejemplar interesante”. A lo que yo, como casi siempre también, no hice el menor caso.
Pero después, más tarde, cuando te dirigiste a mí de esa forma descarada que utilizas cuando algo te interesa realmente, no pude dejar de reparar en la profundidad del verde de tu mirada, de los hoyuelos que se forman en tus mejillas cuando ríes, de cómo se achinan tus ojos con cada una de tus sonrisas, y del leve temblor de la comisura de tus labios cuando pronuncias palabras que te cuesta decir.
Y no es que en ese mismo instante supiera que eras el hombre de mi vida, siento confesarte, que no sufrí un flechazo fulminante, no, más bien fue una carrera de fondo, algo pausado y dilatado, como el caldo cocido a fuego lento.
Tú supiste esperar, tener paciencia, dejarme macerar en mis propios pensamientos. Y dio su resultado, se podría decir que fui tu flan, y cuando abriste el horno, nuestro amor había cuajado.
Poco a poco, en mis adentros, se fue produciendo un cambio, un cambio dulce y equilibrado, provocado por ese amor suave y calmado que iba creciendo dentro de mí, cubriéndolo todo, como cubre la hiedra los muros que se encuentra en el camino. Y ese cambio que fue moldeando mi alma, como el alfarero en el torno sus vasijas, me convirtió en la mujer tierna y paciente que hoy soy, dejando atrás la persona fría y distante que siempre fui.
Gracias a ti, y a la pasión que sembraste en mi piel, aprendí a vivir utilizando mis cinco sentidos.
Nacha, riéndose de mí, cariñosamente me decía, “nena, te has enamorado hasta las trancas”, y sí, así fue, me enamoré como lo hacen las niñas de su profesor de literatura, o como los chavales de la hermana mayor de su amigo. Me enamoré de esa forma incontrolada que se enamoran los adolescentes, de esa forma, que nunca creí enamorarme.
Contra todo pronóstico, me dejé llevar, me zambullí en tu improvisación, en esa manera desordenada y espontánea tan tuya de vivir la vida. Dejé de plancharme los tejanos, y aprendí a cocinar sin pesar ni medir los condimentos.
Entonces, aquella tarde de otoño, mientras paseábamos bajo la lluvia por las calles de la ciudad, me pediste que me fuera a vivir contigo, y empapada, con el flequillo pegado sobre los ojos, te dije que sí.
La sorpresa asomó a tu mirada, y no entendí que pudieras tener alguna duda sobre cuál iba a ser mi respuesta.
Dejé a Nacha y el precioso apartamento que compartía con ella, para instalarme en tu desorden, en tu caos particular, al que ya, más o menos, me había acostumbrado. Y aquel pequeño y viejo piso fue nuestro hogar. Poco a poco y entre los dos, lo convertimos en nuestro singular universo. Pintamos las paredes plasmando en ellas el color de nuestro amor, y lo fuimos vistiendo con las telas y muebles que comprábamos en nuestros viajes, llenándolo así, de nuestras propias vivencias.
Me encantaba cuando al salir a la calle, cruzábamos de acera y nos parábamos a mirar hacia arriba, para observar nuestro pequeño balconcito repleto de flores. Tras un instante siempre decías, “rebosa felicidad ¿Lo ves?”.
Ahora, desde la distancia que me otorga el tiempo, puedo decir que fueron días felices, muy felices, y lo digo con la seguridad de saber que así los vivimos, y que saboreamos aquella felicidad, hasta su última gota.
Tu anarquía y mi mesura fueron nuestro equilibrio, y en aquellas tardes de salón en penumbras, aprendí que todo lo que fui, fue en ti, que tus silencios llenaron mis palabras, y que nuestros cuerpos, acurrucados en el sofá bajo aquella fina manta, se acostumbraron a latir a un mismo compás, en aquel invierno que fue el umbral del resto de nuestras estaciones.
Y cuando nuestras vidas habían alcanzado la armonía absoluta, en aquel pequeño piso que habíamos convertido en nuestro edén, apareció ella, alborotando nuestra tranquilidad, y desordenando nuestro orden.
Cruce de San Bernardo y Mastín de los pirineos, nos dijo el veterinario, ¿te acuerdas? Fue allí, en aquel parque al que acudíamos algunos domingos, simplemente para pasear y ver como niños y abuelos jugaban con sus veleros en el estanque de peces naranjas. Nos gustaba sentarnos al sol para admirar a los pajaritos ir de acá para allá, dando esos saltitos tan graciosos que utilizan para desplazarse por tierra. Recuerdo como te gustaba que en los días de lluvia, nos cobijáramos en la glorieta de música, para observar cómo se iban formando los charcos en los que se reflejaba el cielo gris.
Aquel día llovía torrencialmente, en el parque sólo quedábamos tú y yo refugiados en la glorieta, bueno, tú, yo, y ella, que apareció bajo la lluvia, con aire triste y melancólico. La observamos durante largo rato deambulando de un sitio a otro, dando vueltas sin rumbo fijo, se la veía desorientada, empapada bajo el chaparrón. Esperamos y esperamos, con la esperanza de que llegara alguien buscándola, pero no apareció nadie, y cuando nos acercamos a ella, pudimos observar que no llevaba collar. Su forma de mover la cola, y sus pequeños ojitos tristes, conquistaron nuestros corazones. Y sin mediar palabra, sin llegar a pacto alguno, en el silencio de nuestra complicidad, nos la llevamos a casa.
Así que allí estábamos los tres, en aquel piso tan pequeño, que entonces, con Abril estirada en el centro del salón, parecía más pequeño todavía.
Tu paciencia, tu sacrificio, tu amor por la perra, me mostró esa parte de ti tan tierna y generosa, que ha hecho que te admire y adore, de esta forma desbordante que me llena hasta sentirme plena de amor, de ternura, de pasión.
Y entonces, sin darme cuenta, empecé a sentir la necesidad de ser madre, nunca había sentido en mi piel el instinto maternal, pero al mirarte e imaginar a nuestro hijo entre tus brazos, comprendí que sólo contigo lo sería, que tan sólo a tu lado, emprendería ese camino.
Decidimos dar el paso, y aún habiéndolo planificado, nos pilló por sorpresa. Nos sentados en el sofá de nuestro salón, aguantando la respiración con el test de embarazo en la mano. Hasta Abril mantenía la mirada fija en esa especie de bolígrafo, que sin dudar, nos dijo que sí, que a partir de ese momento, íbamos a ser cuatro.
Saltabas y saltabas chillando y riendo, Abril ladró por primera vez, y yo, aún intentando hacer lo imposible por evitarlo, me eché a llorar. Parecíamos tres locos de atar, y ahora sé, que no sólo lo parecíamos, sino que realmente lo éramos.
Había llegado el momento de abandonar nuestro pequeño piso, íbamos a ser demasiados para tan poco espacio. Lo cierto es que fue una difícil decisión, he de confesarte, que cuando me cogiste de la mano para recorrerlo por última vez, en mis ojos las lágrimas luchaban por no caer rodando por mis mejillas. Cuantos recuerdos, cuantos momentos felices vividos entre esas paredes, cuanto amor pegado en los rincones, cuantos días para no olvidar. ¿Sabes? ayer pasé por enfrente, las persianas estaban cerradas, y en su pequeño balcón, ya no hay flores, ya no rebosa felicidad.
Con la ilusión en las maletas nos instalamos en el ático, creo que a quien más le gustó el cambio fue a Abril, ¡menudas siestas al sol!, en la preciosa terraza que llenamos de flores.
Aunque en un principio no estuve de acuerdo con la habitación que elegiste para el bebé, con el paso de los días me di cuenta que tenías razón, que era la más luminosa, la más cálida en invierno, y la más fresca en verano. La pintamos en aquel precioso color melocotón, tan suave y relajante.
Abril escogió nuevo sitio para dormir, frente a la puerta de la habitación del bebé. Tú te reías de ella llamándola, “el amo del calabozo”.
Yo engordaba y engordaba, y tú me mimabas y me mimabas. Me hacías andar mucho porque el médico dijo que era bueno, fuimos a las clases de preparto, nos compramos el famoso libro de los nombres. Creo que no nos dejamos ningún paso a seguir por los padres primerizos.
Aquellos días hermosos, dulces como el algodón de azúcar que tanto gusta a los niños, los dedicamos a querernos, a cuidarnos el uno al otro, a disfrutar de cada momento. Las tardes en el sofá se volvieron un poco más incomodas, pero infinitamente más tiernas, te pasabas horas con tu mano en mi abultada barriga esperando cualquier movimiento, al que siempre respondías con la misma alegría y sorpresa de la primera vez.
Pero aquella felicidad que sentimos tan nuestra que creímos que nadie nos la podría arrebatar, desapareció con la facilidad que el viento arrastra las hojas secas caídas ya de sus ramas.
Tus ojos verdes, se tiñeron de gris cuando te dije que llevaba dos días sin sentir los movimientos del bebé. Empezaste a tocarme la barriga, apretando por un lado, luego por otro, para ver si conseguías que se moviera, pero nada, no hubo respuesta, y sin esperar más, me llevaste a urgencias.
Tu preocupación se instaló en mi corazón, y sin poderlo evitar, empezaron a brotar las lágrimas en mis ojos. No quería llorar, pero un amargo presentimiento se iba apoderando de mí, según nos acercábamos al hospital.
Una vez allí, tu estado rayaba la histeria, y le gritaste a la enfermera, que mirándonos con desprecio soltó un… “primerizos”, muy bajito, que hizo que perdieras aún más los estribos.
Nos hicieron pasar rápido, no sé si por tu estado de excitación, o por la posible gravedad del caso. Pero lo cierto, es que enseguida nos atendió aquel médico tan agradable, que lo primero que hizo fue intentar tranquilizarnos, dándonos varias razones por las que nuestro bebé, podría no haberse movido en esos dos días. No obstante, dijo que ir al hospital había sido la mejor decisión, y que en un momento saldríamos de dudas y nos podríamos ir a casa tranquilamente.
Nunca deseé algo tanto como que aquel doctor no se equivocara, aunque en lo más profundo de mí ser, sabía que sí lo hacía.
Sentí tu cálida mano sobre la mía mientras el médico preparaba el ecógrafo, fueron segundos, supongo, pero a mí me parecieron horas.
No hizo falta que aquel hombre pronunciara las palabras, y digo hombre, porque en aquel instante dejó de ser médico para convertirse en persona, fue como la metamorfosis de la mariposa, frente a nosotros ya no había un profesional, sino un ser humano que reflejaba en el rostro, lo que sus ojos veían.
Tu mano se cerró apretando la mía, y mi silencioso llanto se convirtió en ahogados sollozos. No podía mirarte a los ojos, tenía miedo de enfrentarme a ellos, miedo, a lo que en ellos pudiera encontrar.
Nunca hemos hablamos de esto, quisimos olvidarlo y enterrarlo en lo más profundo de nuestro ser, y quizás no fue una buena decisión, porque los fantasmas que uno esconde, siempre vuelven, hasta que los aceptas dándoles su lugar.
Nuestro bebé había muerto, su pequeño corazoncito había dejado de latir. El doctor nos propuso inducir el parto lo antes posible, y así lo decidimos. Lo que tenía que haber sido el momento más feliz de nuestras vidas, se convirtió en la peor de las experiencias, aquellas horas amargas, de una forma u otra, nos marcaron para siempre.
Yo no quise verle, pero vi como tú lo mirabas, me sorprendió advertir una sonrisa en tus labios, una sonrisa tan tierna, que inesperadamente, me llenó de paz. Luego, cuando me miraste con tus ojos inundados de lágrimas, dijiste algo, que cada noche desde aquel día, en ese pequeño instante que mi mente se balancea entre lo real y lo irreal, te escucho pronunciar… “es un ángel cariño, se ha ido, porque es un ángel”.
Aquellos días que permanecí ingresada, fueron los más oscuros de mi existencia, el miedo a enfrentarme a aquel piso que ya olía a bebé, hacia que no tuviera ganas de volver a nuestro hogar, aunque deseaba con todas mis fuerzas salir del hospital, para poder volver a dormir abrazada a ti.
Nunca sabrás cuanto agradecí que al llegar a casa, la habitación del niño hubiera desaparecido, y en su lugar estuviera aquel despacho con las paredes pintadas de alegres y estridentes colores.
La que siguió durmiendo frente a esa puerta, negándose a olvidar, fue Abril, ¡que curiosos son los animales! ¿Verdad?
Aquel viernes por la tarde, cuando salí del trabajo y te encontré frente a la puerta sobre aquella preciosa “Harley”, no me lo podía creer, tener una moto como esa era uno de mis sueños olvidados. Me monté detrás y me agarré a tu cintura, cogimos carretera y manta hasta aquel precioso hotelito rural. Fue un fin de semana de ensueño, tu amor y ternura anegó cada uno de mis poros, de mis huecos, llegando hasta el más profundo de mis rincones. Me sentí amada hasta la locura, y te amé hasta enloquecer. Deseé que no acabara nunca, que se parara el tiempo, para poder permanecer allí, instalados en la eternidad.
Pero se acabó con la rapidez que pasa una ráfaga de viento, y una vez en casa, si no hubiera sido por los dos cascos que descansaban sobre el mueble del recibidor, hubiera creído que todo había sido un precioso sueño.
Ahora que estoy aquí, sola, en nuestra cama, con tu lado escrupulosamente liso y bien puesto, ahora, que hace unos meses que te has marchado, me pregunto, si esta vida, fue real. En este tiempo que ya no te tengo, desde aquel día que me llamaron al trabajo, y salí corriendo al hospital, desde aquel día que bese tus labios fríos como el mármol, no sé, si vivo una realidad.
Abril eligió irse contigo, en silencio, sin molestar, simplemente decidió no despertar, y me dejó aquí, más sola de lo que ya estaba. Y aquí estoy, donde me dejasteis, instalada en esta soledad, que se posa por todas partes, como el polvo sobre los muebles, creando una delicada película que aunque a primera vista no se percibe, está ahí, cubriéndolo todo, filtrándose por la más fina de las rendijas, llegando inevitablemente, hasta el último rincón.
Este tiempo he estado con Nacha, no me dejaba volver a casa, he de decirte que he hecho más cosas que nunca, me ha presentado a tanta gente, que soy incapaz de recordar a nadie. Me hizo tirar la ropa que me compré contigo, para cambiarla por cosas nuevas, incluso me llevó a la peluquería para renovar mi imagen, ¿te gusta mi nuevo corte de pelo?, y todo para que te olvidara, para que no pensara en ti, para borrarte de mi mente.
¿Te imaginas? ¿Cómo te podría olvidar? Sería como olvidar mi nombre, como renunciar a mi identidad, pero lo curioso, es que todo el mundo me decía lo mismo. “Tienes que salir, rehacer tu vida, eres muy joven, la vida sigue, tienes que olvidar”. Y organizaban mis fines de semana, y llenaban mi tiempo, me hacían compañía las veinticuatro horas del día, como los soldados que hacen guardia en las garitas de vigilancia. No querían nombrarte, evitaban tus fotos y todo aquello que me pudiera recordar a ti, era como si nunca hubieras existido, te querían borrar de mi recuerdo, como se borra una huella de un cristal cuando lo frotas con un trapo y vuelve a brillar.
Y yo, por miedo a ese dolor agudo y agrio que se había acomodado en mi estomago, por miedo a enfrentarme a nuestro ático solitario, por el terror al frio helado de esta cama nuestra, me dejé llevar. Pensé que sería lo mejor, que así sería más fácil, que podría superar el dolor si conseguía no pensarte, hacer como si no hubiera pasado nada, como si siempre hubiera estado sola.
Pero cada día el dolor era más intenso, cada día las lágrimas acudían más fácilmente a mis ojos. Cada vez, en lo más profundo de mí ser, crecía más y más una angustia agónica y punzante, que poco a poco, me iba atravesando desgarrando mi interior. Y una mañana gris y lluviosa, como aquella en la que encontramos a Abril, decidí pasear por nuestro parque, y me refugie en la glorieta, para más tarde, pisando los charcos en los que se reflejaba el cielo gris, volver a casa. Y me escapé como una niña traviesa, sin que nadie se enterara, y al abrir la puerta de nuestro hogar, me llegó tu fragancia que todavía flotaba en el ambiente, y me sentí mejor, sentí que volvías a calentar mi alma, y en nuestra habitación, saqué toda tu ropa del armario, para revolcarme con ella en nuestra cama. Y contigo tan cerca, me dormí, me dormí embriagada de ti, y soñé, soñé con tus manos recorriendo mi cuerpo, y con tus labios cálidos besando los míos. Mi boca pudo pronunciar las palabras que me dieron la paz que necesitaba, en ese sueño, me pude despedir de ti, y decirte al oído, cuanto te he amado, cuanto te amo, y cuanto te amaré.
He decidido no olvidarte, y tenerte presente en cada uno de los momentos de mi vida, como siempre desde aquel día que llegaste a mí con pasos lentos y silenciosos, dejando una huella tan profunda, que perdurara en mí hasta el fin de mis días. Porque he aprendido, que si te pienso, el dolor… es menos intenso.

4 comentarios:

Anna dijo...

Ya te dije que era muy bueno, y lo sigo diciendo.

No es fácil escribir tristezas, para hacerlo hay que meterse en el papel, si no es experiencia real, y hacerlo realidad para poder transmitirlo, y si es real al escribirlo vivir de nuevo el dolor.

Felices vacaciones.

Vanidades dijo...

Gracias Ana, a veces, la tristeza no hace falta vivirla, simplemente, te nace dentro.

Felices vacaciones, y como te dije, si te acercas por estos lares, avísame, y como mínimo nos tomamos una cervecita juntas.

Mil besos.

Thanatos dijo...

Este texto es muy muy bueno. Materializar la ausencia, ese amargor que se planta en la boca del estómago, es demasiado difícil.

Pareciera contradictorio, todo lo que se toca, respira y vive pronuncia tenuemente las sílabas del vacío, y sin embargo glifarlo es tan difícil porque las cosas no contienen la esencia de los recuerdos, esos trozos de carne que se hacen tan de uno.

Se adhieren de tal forma al cuerpo que son parte ya de él, y negarlos es despronunciar la existencia.

Me has tocado una parte tan vulnerable de una forma que no me lastima, sino que se la disfruto, en la memoria estan las emociones, y yo soy mis recuerdos, vivo de mi memoria, porque ella es la única capaz de darme vida.

Vanidades dijo...

A veces la memoria es cálida y acogedora, pero otras, dañina y cruel. He aprendido a olvidar, a cerrar etapas, y sólo guardar los recuerdos de aquello que me hace bien, de esas vivencias que perfuman mi piel con el aroma de la pasión, e iluminan mi mirada con el brillo de la esperanza. Soy la dueña de mis recuerdos, pertenezco a mis olvidos, en ellos vivo y muero, en ellos, me encuentro y me pierdo.

Si te he tocado, ya he llegado mucho más allá de lo que jamás me atreví a soñar.
Gracias Thanatos, un placer tu esencia.

Mil besos.