Seguía sentada sobre la roca, esperándola. Un sentimiento agudo, punzante, me invadía llenando mis ojos de lágrimas. En el horizonte, un ser alado dando vueltas en el espacio, dibujando curvas retorcidas, subiendo, bajando, dejándose llevar.
En el aire, o sobre él, un aroma cítrico, refrescante, un aroma que me recordaba algo lejano, lejano en el espacio y en el tiempo. Entonces sonreí, me encontré con sus ojitos azules, inocentes, con un toque melancólico, triste, y junto a ellos, otros, estos verdes, chispeantes, traviesos. Ellos, los azules y los verdes, lo iluminaron todo, apagaron el sol, cegaron el reflejo de la luna.
Por un momento la ilusión me cubrió con su manto de seda, y decidí marcharme, seguir aquel camino que emprendí hace algún tiempo. Pero mi cuerpo permaneció quieto, observando el oleaje que en algún momento me salpicó con pequeñas gotas saladas, semejantes a pequeñas lágrimas pletóricas de dolor.
Y entonces la vi, con su capa negra mirándome desde la oscuridad, llamándome desde el silencio, y supe, que por ellos, bajaría al mismo infierno, y por ellos, me agarré a la roca, y sin moverme, la vi marchar.
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