Todavía sentía sus manos sobre su cuerpo, todavía le ardía el alma, pero ella ya no estaba. Había marchado a otro sitio, a otro lugar. Ni siquiera se había despedido, ni un beso, ni una caricia, ni un adiós. Y él, desnudo de cuerpo y alma, en la soledad absoluta, observaba cómo el mundo oscurecía. Oía el crujido de la desesperación, él se lo había dicho –no puedo vivir sin ti-, pero ella no le había hecho caso, sólo una ligera sonrisa para una verdad tan dolorosa. Ahora todo cambiaría, ella siempre lo recordaría, en sus oídos resonarían como martillos incansables golpeando sin cesar una y otra vez sus palabras, -no puedo vivir sin ti-. Ahora, formaría parte de su vida para siempre, ella nunca le podría olvidar.
El sueño se apoderaba de él, el sueño eterno en el que deseaba descansar. Mientras se adormecía recordó sus ojos castaños, sus labios de seda, y el olor de su piel. Sonrió tranquilo, sereno, lleno de amor, de paz, y en su último suspiro con un leve susurro se despidió…Adiós, vida mía.
El sueño se apoderaba de él, el sueño eterno en el que deseaba descansar. Mientras se adormecía recordó sus ojos castaños, sus labios de seda, y el olor de su piel. Sonrió tranquilo, sereno, lleno de amor, de paz, y en su último suspiro con un leve susurro se despidió…Adiós, vida mía.
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